Thursday, September 18, 2008

DOS HISTORIAS 7° A

LA SEÑORITA HARDY

Se produce en la vida ese encuentro misterioso con alguien que reconoce quiénes somos y qué podemos ser y enciende los circuitos de nuestras potencialidades más elevadas.
Rusty Berkus.

Empecé mi vida como un niño disminuido para el aprendizaje. Tenía una distorsión de la visión llamada dislexia. Los niños disléxicos a menudo aprenden las palabras rápido pero no saben que no las ven como las ven los demás. Yo percibía mi mundo como un lugar maravilloso lleno de esas formas llamadas palabras y desarrollé un vocabulario visual bastante amplio, de modo que mis padres eran muy optimistas en cuanto a mi capacidad de aprender. Para mi gran espanto, descubrí en primer grado que las letras eran más importantes que las palabras. Los niños disléxicos las hacen patas para arriba y de atrás para adelante y ni siquiera las ponen en el mismo orden que los demás. Por lo tanto, mi maestra de primer grado me consideraba incapaz de aprender.

Escribió sus observaciones y se las pasó a mi maestra de segundo grado en el verano para que ella pudiera desarrollar el prejuicio correspondiente respecto de mí antes de que yo llegara. Entré en segundo grado siendo capaz de ver las respuestas a los problemas de matemática, pero sin la más mínima idea del difícil trabajo que implicaba llegar a ellas, y descubrí que el difícil trabajo era más importante que la respuesta. Entonces, me sentí totalmente intimidado por el proceso de aprendizaje y me volví tartamudo, incapaz de hablar como correspondía, incapaz de desarrollar bien las funciones matemáticas normales y de ordenar las letras como corresponde, era un absoluto desastre. Elaboré la estrategia de irme al fondo de la clase, mantenerme fuera de la vista de los maestros y, cuando me pescaban y me llamaban, balbucear o mascullar, “N-n-n-o, n-n-n-o, s-é”. Esto selló mi suerte.

Mi maestra de tercer grado sabía antes de que yo llegara que no podía hablar, escribir, leer o aprender matemática, de modo que no abrigaba ningún tipo de optimismo en cuanto a mí. Descubrí que fingirme enfermo era una herramienta básica para avanzar en la escuela. Eso me permitía pasar más tiempo con la enfermera que con la maestra o encontrar vagas razones para quedarme en casa o que me mandaran de vuelta. Ésa fue mi estrategia en tercero y cuarto grados.

Justo cuando estaba a punto de morir intelectualmente, ingresé en quito grado y Dios me puso bajo la tutela de la maravillosa señorita Hardy, conocida en el oeste de los Estados Unidos como una de las maestras de primaria más formidables que han caminado por las Montañas Rocosas. Esta increíble mujer, dominándome desde su metro ochenta de altura, me rodeó con sus brazos y me dijo: “No es que sea un incapaz, es un excéntrico”.

Ahora bien, la gente ve con más optimismo el potencial de un chico excéntrico que el de un chico discapacitado a secas. Pero ella fue más lejos todavía. Me dijo.

- Hablé con tu madre y me contestó que cuando ella te lee algo, lo
recuerdas casi fotográficamente. Sólo tienes dificultades cuando te piden que juntes todas las palabras y las partes. Y leer en voz alta parece ser un problema, de modo que cuando te llame para leer en clase, te lo haré saber de antemano para que puedas ir a tu casa y memorizarlo la noche anterior, después fingiremos frente a los demás chicos. Tu mamá dice también que, cuando observas algo, puedes expresarte al respecto con mucha comprensión, pero cuando te pide que lo leas palabra por palabra e incluso que escribas algo, te haces un lío con las letras y demás y pierdes el significado. Por eso, cuando les pida a los otros chicos que lean y escriban esas hojas de ejercicios que les doy, tú puedes llevártelas a tu casa y, con menos presión, a tu ritmo, hacerlas y traerlas al día siguiente.

Luego agregó:
- Veo que vacilas y pareces tener miedo de expresar tus pensamientos, y yo considero que cualquier idea que tenga una persona es digna de consideración. Lo he analizado y no sé si va a funcionar, pero lo aayudó a un hombre llamado Demóstenes... ¿Puedes decir Demóstenes?

- D-d-d-...
Dijo: - Bueno, ya podrás – me aseguró-. Ël tenía una lengua ingobernable, de modo que se puso piedras en la boca y practicó hasta que logró dominarla. Conseguí un par de bolitas, demasiado grandes para que te las tragues, y las lavé. De ahora en adelante, cuando te llame, quiero que te las introduzcas en la boca, te levantes y hables en voz alta hasta que yo pueda oírte y entenderte.

Desde luego, apoyado en su fe evidente y en su comprensión, acepté el reto, domé mi lengua y pude hablar.

Al año siguiente fui a sexto grado, y con gran regocijo de mi parte, lo mismo hizo la señorita Hardy. Así tuve oportunidad de pasar dos años enteros bajo su tutela.

A partir de ese momento siempre le seguí el rastro a la señorita Hardy y hace unos años supe que estaba enferma de cáncer. Sabiendo lo sola que debía estar con su único alumno especial a mil quinientos kilómetros de distancia, ingenuamente compré un pasaje de avión y recorrí esa distancia para hacer cola (al menos de manera figurada) detrás de varios cientos de otros alumnos especiales- gente que le había seguido el rastro y había hecho una peregrinación para renovar su asociación y compartir su afecto por ella en ese último trance de su vida.- El grupo estaba formado por una mezcla muy interesante de personas: tres senadores, doce legisladores estatales, y una cantidad enorme de altos ejecutivos y directores de grandes empresas.

Lo interesante, al comparar las notas, es que dos tercios de nosotros llegamos a quinto grado muy intimidados por el proceso educativo, creyendo que éramos incapaces, insignificantes y que estábamos a merced del destino a la suerte. A partir de nuestro contacto con la señorita Hardy, empezamos a creer que éramos capaces, importantes para los demás, influyentes, y que teníamos la posibilidad de cambiar nuestra vida si lo intentábamos.

John Corcoran.

El hombre que no podía leer


Hasta donde John Corcoran podía recordar, las palabras se habían burlado de él. Las letras de las frases cambiaban de lugar, y los sonidos de las vocales se perdían en los túneles de sus oídos. En la escuela, se sentaba estúpida y silenciosamente en su pupitre, sabiendo que por siempre sería diferente de todos los demás. Si solo alguien se hubiera sentado cerca de ese niño, hubiera puesto el brazo sobre su hombro y le hubiera dicho: “No temas. Yo te ayudare”.
Pero hasta ese entonces nadie había oído de dislexia. Y John no podía explicar que el lado izquierdo de su cerebro –el lóbulo que los seres humanos utilizan para arreglar lógicamente los símbolos de una secuencia- le había fallado siempre.
En vez de eso, en segundo grado lo pusieron en la fila de los “burros”. En tercer grado, una monja entregaba una vara a los otros muchachos, y cuando John rehusaba leer o escribir, dejaba que cada estudiante le diera un golpe en las piernas. En cuarto grado su maestra lo puso a leer, y guardó silencio un minuto tras otro hasta que el niño pensó que se ahogaría. Entonces paso al grado siguiente y al próximo. John Corcoran nunca perdió un año en su vida.
En ultimo año fue elegido el rey de la fiesta de fin de año, pronunció un brillante discurso de despedida, y fue la estrella del equipo de básketbol. Su mamá lo besó cuando se graduó, y le habló de la universidad. ¿La universidad? Sería una locura considerar eso. Sin embargo, finalmente se decidió por la Universidad de Texas en el Paso, donde podía tener una oportunidad con el equipo de básketbol. Dio un respiro, cerró los ojos… y volvió a cruzar las líneas enemigas.
Ya en la universidad, John preguntó a cada uno de sus nuevos amigos: ¿Qué profesores hacen pruebas de test? ¿Cuáles dan varias alternativas? Al momento en que salía de una clase, arrancaba las páginas garabateadas de sus cuadernos, por si alguien le pedía ver sus apuntes. Permanecía en las noches mirando fijamente gruesos libros de texto, de manera que su compañero de cuarto no dudara. Y se acostaba exhausto pero sin poder dormir, incapaz de lograr que su mente zumbadora le permitiera hacerlo. Prometio a Dios que iría a misa treinta días seguidos en la madrugada, si le permitía graduarse.
Obtuvo el diploma. Le dio a Dios sus treinta misas. ¿Y ahora qué? Quizás era adicto a los extremos. Tal vez su mente, aquello de lo que más se sentía inseguro, fuera lo que él necesitaba que se le admirara más. Quizás por eso fue que en 1961 se convirtió en maestro.
John enseño en California. Cada día hacía que un estudiante leyera el libro escolar a la clase. Ponía a todos test iguales que pudiera calificar colocando una plantilla con agujeros sobre cada respuesta correcta, y permanecía en cama deprimido por horas durante los fines de semana.
Entonces conoció a Kathy, una excelente estudiante y enfermera. No una hoja como él, sino una roca.
-Hay algo que tengo que decirte Kathy –le dijo una noche en 1965, antes de su matrimonio-. Yo… yo no puedo leer.
Él es un maestro –pensó ella-. Lo que quiere decir es que no puede leer bien.
Kathy no entendió hasta varios años después, cuando vio que John era incapaz de leer un libro infantil a su hija de dieciocho meses. Kathy le llenaba formularios, y le leía y escribía sus cartas. ¿Por qué él sencillamente no le pedía que le enseñara a leer y a escribir? No podía creer que alguien pudiera enseñarle.
Cuando tenia veintiocho años pidió prestados $2.500, compró una segunda casa, la arregló y la alquiló. Compró y alquiló otra. Y otra. Su negocio creció y creció hasta que necesitó una secretaria, un abogado y un socio.
Entonces un día su contador le dijo que era millonario. Perfecto. ¿Quién se daría cuenta de que un millonario siempre halaba las puertas en las que decía empuje, o vacilaba antes de entrar a los baños públicos, esperando a ver de cuál salían los hombres?
En 1982, los precios comenzaron a caer en el mercado. Sus propiedades se desocupaban y sus inversionistas se retiraban. Amenazas de embargos y juicios lo inundaban de cartas. Cada momento que pasaba despierto le parecía que estaba rogando a los banqueros que le extendieran los préstamos, persuadiendo a los constructores a permanecer en su trabajo, y tratando de darle sentido a la pirámide de papel. Pronto supo que lo tendrían en el banquillo de los testigos, y el hombre de túnica negra le diría: “La verdad, John Corcoran. ¿Ni siquiera puedes leer?”
Finalmente, en el otoño de 1986, a la edad de cuarenta y ocho años, John hizo dos cosas que había jurado no hacer jamás: Puso su casa como garantía para obtener un último préstamo para construir; y entró en la biblioteca de Carlsbad City, y dijo a la mujer a cargo del programa de instrucción particular: “No sé leer”.
Entonces lloró.
Lo ubicaron con una abuela de sesenta y cinco años, llamada Eleanor Condit. Con esmero –letra por letra, fonéticamente- ella comenzó a enseñarle. En el plazo de catorce meses de su compañía inmobiliaria empezó a revivir. John Corcoran estaba aprendiendo a leer.
El siguiente paso fue la confesión: un discurso ante doscientos asombrados negociantes en San Diego. Para curarse, tuvo que confesarlo todo. Lo colocaron en la Junta de Directores de Alfabetización del Ayuntamiento de San Diego, y empezó a viajar por todo el país dictando conferencias.
“¡El analfabetismo es una forma de esclavitud!” gritaba. “No podemos desperdiciar el tiempo culpando a alguien. Debemos estar obsesionados en enseñar a leer a la gente!”
Leyó todo libro o revista que caía en sus manos, y cada letrero que encontraba en la carretera lo leía en alta voz, tanto como Kathy podía soportarlo. Era glorioso, como cantar. Y ahora podía dormir.
Entonces un día le sucedió algo que finalmente pudo hacer. Sí, esa caja empolvada en su oficina, ese legajo de papeles atados con una cinta… un cuarto de siglo después, John Corcoran pudo leer las cartas de amor de su esposa.

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